Desde una perspectiva filosófica, bastante simplificada, la existencia de algo también está determinada por el significado que se le ha dado a su nombre y por tanto tiene una connotación social  que determina la forma en que es entendido. En otras palabras, la manera en que nombramos algo determina la comprensión de su propia existencia.

El ser humano como especie, históricamente ha tenido la imperiosa necesidad de nombrar, catalogar, clasificar, ordenar y racionalizar el mundo y todo lo que este comprende -incluso al propio hombre-, encontrando categorías que establecen diferencias aún dentro de la propia especie, con el innegable predominio de una mayoría que segrega.

En la actualidad las luchas sociales están plantando como bandera el discurso de la diversidad. Las campañas de concientización sobre el Trastorno del Espectro  Autista no escapan de dicha tendencia. Sin embargo, en este caso se vuelve a estar en medio del debate sobre la forma correcta de referir o nombrar ciertos temas.  Entonces se habla de discapacidad vs capacidades, se discute el ser vs el tener y se marcan continuas diferencias entre ser especial vs ¿ser normal?

El presente artículo no tiene como objetivo debatir sobre lo correcto o no de  expresiones como: “es autista” o “tiene autismo”, tema sobre el cual se pueden encontrar distintas posiciones con sus respectivas líneas argumentales. Sin embargo, resulta conveniente poner la mirada en la connotación social que tienen los términos que se utilizan y por tanto las implicaciones que tienen en diferentes ámbitos.

“Ser o Tener”, una cuestión de derechos.

 Cuando hablamos de derechos, no es lo mismo considerar el reclamo de aquellos considerados inherentes al ser humano, tales como: autonomía, autodeterminación, el derecho a la educación o el trabajo digno; que reclamar o exigir, la creación  de derechos que respeten las necesidades de un grupo de personas que por alguna razón no cumplen con “¿la condición de ser personas?”

Existe un punto en el debate que resulta incuestionable, ningún diagnóstico puede ni debe suprimir la capacidad de ser; de ser considerado una persona, un ser humano con los mismos derechos que cualquier otro. Derechos que no por ser universales deben dejar de ser diversos en las formas en que se concibe su puesta en práctica.

Los peligros de ser especial

Uno de los temas más analizados es el de la inclusión educativa. Al respecto, he hecho referencia desde un punto de vista personal a los múltiples beneficios que esta práctica trae consigo de forma bidireccional, en otro artículo: Huellas azules en la educación.

En el área de la Educación hablar de discapacidad es cerrar las puertas no solo al reconocimiento de las capacidades y oportunidades que sí tiene la persona, sino que también es cerrarlas al cambio. Un cambio que se hace cada día más evidente y necesario en las escuelas de siglo XXI, donde los sistemas homogéneos no logran dar las respuestas adecuadas ante la heterogeneidad o, mejor dicho la diversidad en el aula.

No obstante existe otra arista en la inclusión educativa donde el significado o la connotación que recibe una palabra la convierten en un sutil impedimento para el desarrollo exitoso de este proceso: un diagnóstico de TEA y ser automáticamente catalogado como “especial” y no de una forma positiva.

En la educación -específicamente la escuela común-, ser considerados “especial”, para los niños con TEA, suele convertirse en el justificativo ideal para dejar hacer y dejar de hacer, lo cual obstaculiza la puesta en práctica del proceso de  inclusión en el ámbito educativo (escuela, docentes y grupo de niños), por varias razones.

Por ejemplo, cuando un adulto justifica o asocia las conductas inapropiadas al carácter “especial” del niño, ignora la explicación tangible y real del tema, sino le da, inmediatamente, una connotación negativa al hecho de ser considerado “especial” ante la mirada del resto de los niños. A fin de cuentas, puesto de esta forma y con la comprensión lógica que suelen tener los niños, ser especial es casi el equivalente a “portarse mal”.

 Aparece entonces la dicotomía: ¿Soy yo especial? ¿No tengo nada que me haga especial?, ¿Y acaso quiero realmente serlo?

En cualquiera de los casos se convierte en una definición –el ser “especial”- que en vez de explicar y acompañar el proceso, segrega y lo dificulta, dejándonos a mitad de camino y trabajando sobre las bases de la integración educativa. Nos aleja de la meta de trabajar por una educación bajo los preceptos de la tolerancia, la aceptación y el respeto no por lo diferente sino por lo diverso. Entorpece el camino para construir y transformar sujetos y mentalidades capaces de respetar y vivir en una sociedad diversa.

ATPI / Terapeuta Susel María Aja